El Movimiento del Sombrero y el renacer del Campo

Si el campo logra hablar con una sola voz, si el sombrero vuelve a ser identidad antes que ornamento, estaremos frente al regreso político de una vieja fuerza que México siempre subestimó

Columnas de Opinión18/11/2025 Pepe Pedroza

Algo está moviéndose en el campo mexicano. Entre la tierra reseca, el maíz barato y el olvido institucional, volvió a aparecer una vieja silueta: la del sombrero ancho, el símbolo del trabajador rural que nunca se fue, pero que ahora regresa convertido en bandera política.

Lo llaman el movimiento del sombrero, y aunque todavía es un mosaico de reclamos dispersos, su narrativa tiene raíces profundas: la dignidad agraria, el hartazgo y la memoria colectiva de quienes alguna vez hicieron una revolución para ganar la tierra… y hoy sienten que vuelven a perderla en manos de la inseguridad y la misma carencia económica que les obligo a levantarse hace ya más de 100 años.

El movimiento nace en un estado como Michoacán, en comunidades donde la pobreza rural se volvió paisaje y donde la política dejó de ser esperanza para convertirse en trámite. Desde ahí, campesinos, productores, cooperativistas y líderes locales comienzan a organizarse bajo un emblema tan sencillo como poderoso: el sombrero, ese objeto que cubre del sol, pero también que simboliza la identidad del que trabaja con la tierra. En un país donde el 60 % del territorio sigue dependiendo de la producción agropecuaria, la carga simbólica no es menor.

En ese contexto emergió la figura de Carlos Manzo, un líder incómodo, carismático, de discurso directo y popular. Manzo de pasado priista y un breve paso por la izquierda, logró articular lo que muchos veían como imposibles: una legitimidad política basada en un combate frontal a la inseguridad que ha secuestrado Michoacán en las últimas décadas. Fue, en muchos sentidos, la bisagra entre la protesta y la propuesta. Su muerte —repentina y en circunstancias aún no del todo aclaradas— dejó un vacío, pero también un mártir. Y en la historia mexicana, los mártires del campo suelen encender mechas largas.

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Es importante distinguir que el caso de Manzo no está directamente vinculado con las recientes protestas y cierres carreteros por el precio del maíz. Aquellos bloqueos responden a una causa económica inmediata: la falta de apoyos y los precios injustos para los productores. Lo de Manzo, en cambio, tiene un componente más político y social, un llamado a reorganizar a la sociedad para combatir la inseguridad y la delincuencia organizada, Sin embargo, ambas luchas se cruzan en un mismo punto: la desigualdad estructural del campo mexicano. Una da cuerpo y otra da voz. Una reclama precios, la otra seguridad. Y juntas están tejiendo el nuevo rostro del descontento rural y social.

La historia no es nueva con el asesinato de Carlos Manzo. En 1910, Aquiles Serdán, zapatero poblano y precursor del maderismo, cayó asesinado apenas dos días antes del levantamiento armado. Su muerte —absurda, brutal y convenientemente “oportuna” para el régimen porfirista— encendió a un país entero. Fue el detonante del alzamiento campesino que derivó en la Revolución Mexicana.

Y quizá, salvando el siglo y las redes sociales, Carlos Manzo esté jugando un papel parecido: el del símbolo que transforma el enojo social/rural en causa nacional. Porque cada época necesita su propio Serdán… y su propio pretexto para volver a prenderle fuego a la historia.

Desde su partida, el movimiento del sombrero no se apagó: se multiplicó. Las marchas de campesinos y las tomas simbólicas de oficinas públicas en las últimas semanas no son hechos aislados; son el eco de un agrarismo y una sociedad cansada que parecía enterrado con el siglo XX. Lo que hoy vemos podría ser el inicio de un nuevo ciclo político: una versión reloaded del viejo movimiento campesino que dio vida al PRI postrevolucionario, pero sin la estructura corporativa ni la tutela gubernamental.

 

La pregunta clave es si ese impulso puede trascender la coyuntura. ¿Dónde podría prosperar el movimiento del sombrero?

Las respuestas apuntan a tres regiones:

 

El Sur-Sureste, donde la desigualdad agraria sigue siendo brutal y las comunidades conservan una fuerte identidad campesina.

El Centro-Bajío, donde productores medianos y pequeños se sienten desprotegidos ante la competencia global y la falta de apoyos reales.

El Occidente, donde la violencia ha desarticulado el tejido social y el campo busca representación ante el abandono institucional.

Ahí hay caldo de cultivo: descontento, memoria histórica y liderazgo comunitario.

 

Lo que falta es articulación nacional y un liderazgo que pueda trascender la figura de Manzo sin fracturar al movimiento. Si logran eso —y si evitan ser absorbidos por partidos que ya olfatean la oportunidad— podrían convertirse en un actor real rumbo a 2030.

 

Porque mientras en el “partido de la Revolución”, el PRI sigue cavando en lo profundo su inminente desaparición, el Patiño  que tiene como  dirigente, Alito Moreno, hace berrinche porque el PAN y Movimiento Ciudadano ya no lo invitan a jugar en la coalición —vaya triste final para el nacionalismo revolucionario que domino el siglo pasado—,  Mientras tanto en el campo está germinando una fuerza que, paradójicamente, retoma las mismas banderas de justicia social que alguna vez enarboló el PRI cuando todavía representaba algo más que siglas y privilegios.

 

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El agrarismo mexicano siempre ha tenido algo de boomerang: lo lanzan desde el poder y, tarde o temprano, regresa. La diferencia es que ahora el discurso ya no viene con membrete partidista, sino con hashtags y transmisiones en vivo desde una parcela. El hartazgo rural encontró nuevas plataformas, y eso lo hace más difícil de contener o manipular.

 

Si el campo logra hablar con una sola voz, si el sombrero vuelve a ser identidad antes que ornamento, estaremos frente al regreso político de una vieja fuerza que México siempre subestimó.

La tierra, después de todo, no olvida.

 

Y mientras la clase política mira hacia arriba, hacia los pactos y las candidaturas, en los caminos rurales del país la gente vuelve a ponerse el sombrero… no para cubrirse del sol, sino para volver a ser vista.

 

Para que el movimiento del sombrero trascienda la anécdota rural y se convierta en una fuerza política consistente, necesita algo más que indignación y simbolismo. La historia mexicana está llena de estallidos sociales que comenzaron con pasión y terminaron diluidos entre siglas, promesas y clientelas. Si este movimiento quiere sobrevivir a su propio ímpetu, tendrá que hacer lo que muchos consideran impensable: institucionalizarse sin burocratizarse.

 

Eso implica definir líneas de mando claras, una estructura que no dependa del carisma individual —por más genuino que sea— y una narrativa nacional que trascienda las fronteras locales. No basta con marchar o cerrar carreteras; hay que traducir la protesta en propuesta, construir un proyecto de país que hable tanto al campesino del sur como al productor del Bajío o al jornalero del norte.

 

También deberá resolver su principal amenaza: la dispersión de causas. Si cada grupo defiende solo su parcela, literal y figuradamente, el movimiento se fragmentará. Pero si logra unificar su discurso en torno a una idea poderosa —la dignificación del trabajo rural y las demandas de seguridad — podría ocupar el vacío ideológico que dejaron los viejos partidos, esos que alguna vez juraron representar al pueblo y hoy solo representan sus propias siglas.

 

Finalmente, necesitará voceros creíbles, liderazgos con rostro y palabra, capaces de dialogar con el poder sin venderse y con la gente sin manipularla. Solo así podrá construir una legitimidad real, no impuesta por un aparato, sino ganada por convicción y consecuencia.

 

Porque los movimientos sociales en México mueren cuando se institucionalizan demasiado pronto o cuando nunca aprenden a hacerlo.

El reto del sombrero es caminar por esa delgada línea, entre el idealismo que inspira y la organización que sostiene.

 

Y si lo logra, entonces sí, que se preparen los de corbata: el sombrero puede volver a ser más que una metáfora… puede volver a ser poder.

 

La respuesta del gobierno federal ante la agitación rural y los brotes de inconformidad en el occidente ha sido el llamado “Plan Michoacán”, una estrategia que, para muchos, suena a déjà vu. No es la primera vez que el Estado intenta “pacificar” a Michoacán con un plan de seguridad integral: Calderón lo hizo con soldados y discursos heroicos, Peña Nieto lo repitió con comisionados plenipotenciarios y promesas de coordinación.

 

La diferencia —y no es menor— es que hoy el operativo tiene al frente a Omar García Harfuch, un perfil eminentemente técnico, sin el tono político ni las improvisaciones de sexenios pasados. Harfuch, curtido en la seguridad capitalina y con fama de operador eficaz, parece ser el encargado de que este intento no termine como los anteriores: en una suma de conferencias, patrullas y desencanto. Si alguien puede rescatar la credibilidad del Estado en una tierra cansada de promesas rotas, es alguien que entienda la diferencia entre discurso y resultado.

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Pero donde sí se percibe vacío —y grande— es en el gobierno estatal.

El gobernador de Michoacán no solo enfrenta una crisis de seguridad y gobernabilidad, sino una crisis de credibilidad. En el mejor de los casos, parece ausente; en el peor, parece parte del problema. Sin liderazgo visible ni autoridad moral, su gestión se ha convertido en un ruido de fondo, y eso deja a la entidad en una situación paradójica: el poder federal intentando reconstruir control, mientras el local se desmorona entre reclamos y desconfianza.

 

El movimiento del sombrero, en ese contexto, no surge por casualidad. Es el reflejo de un vacío que la política tradicional ya no logra llenar. Y si los gobiernos —federal o estatal— no entienden que el campo no solo pide seguridad, sino dignidad y representación, el sombrero dejará de ser símbolo para convertirse en advertencia.

Porque la historia, cuando se repite, no siempre lo hace como farsa; a veces regresa con sombrero y machete.

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